En verano de 2010 el menda se encontraba trabajando en Shanghái en el Pabellón de España en la Expo Universal. La estancia en la Perla de Oriente se dilataría la mayor parte del año, así que tendría que ver el Mundial de Sudáfrica a horas intempestivas y sin sentir los efluvios del ambiente futbolero peninsular. Pero al contrario de ser un inconveniente, lo disfruté y padecí como nunca lo he hecho con el fútbol.

El primer partido contra Suiza lo vi en el propio recinto de la Expo. Recién acabada mi jornada no me quedaba tiempo de ir a ningún otro sitio. Lo más conveniente era un pub en una de las zonas de avituallamiento próximas a nuestro pabellón. La concurrencia del local se mostró de lo más sombría durante todo el partido. Todos guiris de voz queda menos cuatro españolitos en pie llenando de uys el sórdido ambiente. Cuando Suiza marcó su atropellado gol, la mascarada de los silenciosos parroquianos se descubrió con un grito atronador. En lugar de en Shanghái estábamos en cantón … suizo.

Para el segundo partido el menda tenía un trancazo de padre y señor mío al estilo Visión del ahogado de Millás. Viviendo en una burbuja me metí en la cama y me puse el despertador, pues en Shanghái el partido era a una hora muy intempestiva de la madrugada. Luchando contra el sueño y el catarro, la alarma sonó y comencé a verlo. Pero el sueño de enfermo me iba devorando. En una ocasión que cedí al poder de Morfeo, España metió un gol. Cuando abrí el ojo y vi que íbamos ganando me animé unos minutos, pero Oneiros esta vez me rindió de nuevo justo para el segundo gol y el resto del partido. Cuando abrí el ojo estaban echando baseball o cricket o algo así. Pura invitación al descanso.

En el tercero, contra Chile, ya repuesto, lo tuve que sufrir en soledad rodeado de una muchedumbre. Un amigo español y otro chino me convencieron para verlo en un local que había trocado su terraza por una mini grada. La mitad eran chilenos y la otra mitad españoles. Nada más comenzar el partido mi amigo español se fijó en una chavala y se fue a pelar la pava con ella. Mi amigo chino, sin ningún interés en el fútbol, se puso a charlar con otros desinteresados. Los chilenos gritaban, los españoles chillaban, los que estaban bebiendo en el bar vociferaban y todo el mundo no paraba de ir y volver a la barra y al aseo, con lo que sólo los que se habían colocado en la parte alta de la grada pudieron otear el partido en condiciones óptimas.

Ante tan decepcionante visionado de la primera fase decidí que me quedaba en casa el resto del campeonato. Así lo hice con Portugal y Paraguay con gran satisfacción. Decidido a ver la semifinal contra Alemania también en soledad, me dejé convencer por un grupo de españoles y un amigo argentino para ir a un bar lejos de las masas diletantes y sólo con futboleros chinos y españoles apoyando a la roja.

He de decir que para aquel entonces la reputación deportiva de España en Shanghái se había fortalecido tras las dudas iniciales. Cada día acudía prensa internacional (especialmente china) al pabellón interesados en pronósticos y otras fruslerías balompédicas. El menda fue entrevistado por una televisión local y mis comentarios fueron difundidos en el canal de televisión que emitía en el metro, así que por doquier me decían «te he visto en la tele». Claro, si consideras que Shanghái tiene más de 25 millones de personas eso me convierte en uno de los españoles por el mundo con más impacto mediático. Al menos hace diez años. Mis dos semanas de fama dieron gusto. Además vestimos a Miguelín, el bebé gigante que Isabel Coixet había creado para el pabellón, con una bufanda gigante de la roja, lo que causó sensación.

El Miguelín de Isabel Coixet en Pabellón de España se vistió con la bufanda de la roja.

Pero volviendo al partido de Alemania. Ir al bar con los aficionados de la roja fue una gran elección. Al principio, el local, como cualquier garito en tal circunstancia, era un caos de gente en la barra y vocerío. Sin embargo, a medida que fue pasando el partido los nervios comenzaban a aflorar y la tensión se tornó en silencio hasta que el vuelo de Puyol quebrolo. Chinos con la roja puesta y españoles nos abrazamos y saltamos llevados por el éxtasis de estar en una final por fin. Esa noche costó dormirse.

Para el último encuentro, el único que importa, organizamos una fiesta en el pabellón y decidimos verlo allí. Movimos una pantalla gigante prestada por el Pabellón de la Unión Europea a la zona aplazolada del pabellón de España y anunciamos que todo aquel que viniera a ver el partido con la camiseta de España no tendría que hacer cola para ver el pabellón y se podía quedar a ver el partido en el mismo. Los trabajadores del Pabellón de Holanda vinieron a celebrar con nosotros el haber llegado a la final. Trajeron queso y nosotros pusimos vino y quedamos en que el que perdiera iría de rodillas desde su pabellón al del otro. Unos 100 metros calculo yo. Luego nos despedimos amistosamente, pues ellos iban a ver el partido en algún local del centro de Shanghái. Nadie podía pensar que Van Bommel también fuera holandés.

Lo demás queda para la historia. Nervios, uñas como tapas, más nervios, muchos uy, muchos ay, muchos improperios a los carniceros, mucho deleite. La retransmisión, procedente de la televisión china, la tratamos de aderezar conectando una radio que hablara en castellano, pero el desfase nos chafó varias jugadas y acabamos por apagarla para disfrutar sencillamente del fútbol lírico de la roja. Qué grandes Andrés y Rafa.

Una llovizna de esas mágicas que con frecuencia duchan Shanghái nos empujaba en ocasiones a seguir el partido en teles más pequeñas en el interior del restaurante de Pedro Larumbe en el pabellón. Un ole por ellos que nos mantuvieron toda la noche sin que nos faltara de nada. La cosa se torcía por momentos y las manos y las voces tuvieron que implorar a San Íker que sacara sus reliquias a pasear. Una agonía. Masocas.

Cuando Iniesta recibió la pelota, ya de día en Shanghái, el corazón se subió a la garganta y la sangré se congeló. Cuando bailó en la malla dejé de ser yo. Los abrazos, el sudor, los gritos, las lágrimas y el miedo. El miedo a los minutos que quedaban. Pero no. Enseguida comprendí que eran los mejores por algo. Que ellos no tenían miedo. Y ya no lo tuvimos los demás.

Y el final fue el principio de la gloria. Más abrazos. Más cánticos y bailes. Y de momento, el cielo de Shanghái dijo que ya no podía aguantarse más y se abrió el chaparrón más bello que jamás mojó sus calles. Los días siguientes volvimos a salir en prensa y continuamos con las celebraciones. E incluso tuvimos la copa del mundo expuesta durante unos días en una vitrina en el pabellón, en el mismo sitio donde vimos cómo se conseguía. Pero lo mejor fue la sensación de volar ligero y tener una sonrisa permanentemente dibujada en el alma.

Luego volví a España. He visto media docena de veces los resúmenes y documentales de esa victoria, y las que me quedan. En la cerve, como buenos futboleros, caemos en la melancolía del recuerdo de aquellos campeones. Adolfo pone un DVD con partidos de vez en cuando y nunca se nos hace pesado. Qué bien que pude disfrutar de la roja en vida. Realmente ya me lo dieron todo. Todo en una sola noche. La única noche que importa en el fútbol.

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