Llevaba tiempo queriendo escribir sobre los perros. No sobre todos los perros. Más bien sobre los perros de ciudad y más concretamente sobre cierto tipo de dueño de perro de ciudad. Así que la noticia de hace unas semanas acerca de la entrada en vigor de nuevas disposiciones legales sobre el trato a los animales me ha dado el empujón necesario. Cuando acaben de leer este post muchos de ustedes querrán darme otro tipo de empujón. Más próximo a un acantilado probablemente.

La noticia explica que la legislación aprobada proporciona a mascotas y otros animales una protección más amplia que la previamente existente frente al maltrato y otras eventualidades. En el caso de los de compañía se estipula cómo se les debe gestionar en caso de que sus dueños litiguen por su custodia o su bienestar quede en entredicho. Interesante que ya no puedan ser embargados. No puedo imaginarme qué hacen (y hacían) los bancos con las mascotas embargadas. Supone un avance a todas luces no sólo para perros, gatos, peces y pericos sino también para tarántulas y pitones, no nos olvidemos de ellas. Así que usted podría acabar teniendo que hacerse cargo de la colección de escorpiones africanos de algún familiar aficionado a la entomología, el heavy metal pastelero y los deportes de riesgo si el destino decide que basta ya de aburrimiento.

No hay que ser cabrón con los animales ya sean de compañía, de granja o silvestres y, por supuesto, hay que forzar por ley lo que a mucho malnacido no le sale de dentro. Así que con las nuevas leyes los animales ya tienen la misma categoría que los niños y la familia política y todos debemos congratularnos por ello.

Y sin embargo, en el caso de los perros, me entra un picor en el espíritu que debo rascarme. Mi relación con nuestros peludos amigos se ha circunscrito durante toda mi vida a desencuentros más que a encuentros. He tenido que sacar a pasear perros de familiares en lo más cruel del invierno con total desmayo. Sin la menor provocación intencional me han ladrado, perseguido y mordido. Han asaltado a mi niño y mascado sus juguetes, he pisado sus mierdas y he tenido que soportar días enteros de ladridos incansables. También he visto sus patochadas graciosas y a grupos de perros perseguir, acorralar y matar gatos para luego comérselos. Muchos de los dueños a los que me refiero se sonreirán si llega el caso de que lean esto. Al resto no nos hace ni puñetera gracia.

Y el resto somos muchos. De hecho somos la mayoría. No tenemos perro y los perros como que ni fu ni fa. Pero soportamos afablemente las inconveniencias de la convivencia con los dueños urbanitas y sus secuaces perrunos en pos de la armonía ciudadana. A pesar de que tengamos que tragarnos los frecuentes comentarios despectivos de los canófilos sobre nuestra integridad moral, nuestra entereza y nuestro dudoso perfil psicológico. Pero no estamos solos ni somos raros.

No amigo, usted no es raro si no tiene perro. No es raro ni es moralmente reprobable que los perros le causen indiferencia. La realidad es que a la mayoría de la gente no les gusta tanto los perros como para tener uno. Mire en su edificio, hable con compañeros de trabajo, recuente los perros que tienen sus familiares (no se haga el gracioso, por favor). Los dueños de perro son minoría. Todos sus vecinos, compañeros y familiares tienen televisores, pero solo unos pocos tienen perro. No, no es usted un desalmado.

Al contrario. Quizás sea usted una persona reflexiva que ha llegado a la conclusión de que no le puede ofrecer una vida decente al animal. Que no quiere ser responsable de plagar las calles de mierda porque no tendrá tiempo ni paciencia suficientes como para enseñarle a hacer sus caquitas en un rincón de su propio hogar. Que no podrá controlar a un bicho que atacará o ladrará vehementemente cuando cualquier suceso aleatorio haga clic en sus atávicos resortes genéticos. Quizá se haya parado a pensar un poco que poseer un animal en un apartamento supone condenarlo a no relacionarse con ninguno de su especie más que en contadas ocasiones. Que no va a poder corretear o jugar a sus anchas o hacer las cosas que hacen los perros cuando no están bajo tutela humana. Que el perro va llevar una vida que no la quisiera para usted. Quizás le quede grande todo lo que significa poseer a otro ser vivo, en este caso sintiente y moviente. O tal vez vaya más lejos y no quiera formar parte del complejo y perverso sistema industrial en el que se basa la tenencia y mantenimiento de animales de compañía.

Puedo meterme en la piel de esos dueños urbanos que asumen que tienen un perro en casa porque les proporciona un servicio. Invidentes, personas solas, … hay muchos casos en los que los dueños tratan al perro bondadosamente pero son conscientes de que el perro es víctima de un síndrome de Estocolmo monstruoso, o lo ha sido de un cruel condicionamiento. Saben que el chuchillo probablemente sería mucho más feliz rodeado de otros pares en circunstancias diferentes pero lo necesitan tanto. Otro tipo de propietario de perros los mantiene porque prestan servicios valiosos. Funcionarios públicos (no es coña, hablo de policías, bomberos, cuerpos de rescate,…), empresas, dueños de chalets y fincas, granjeros y ganaderos. Todos ellos no entran a considerar los perros como animales de compañía sino más bien como mano de obra relativamente barata y en muchas ocasiones la más eficiente posible.

También abundan esos dueños a los que les importa un bledo la repercusión intelectual de tener un perro y simplemente les gusta que le menee el rabo cuando llegan a casa a cambio de ponerle comida en el bacín y pelearse por no sacarlo a paseo. Sin embargo, este último dueño, en otros tiempos el dueño por antonomasia, se bate gradualmente en retirada ante el acoso de los dueños zen de nueva hornada y su literatura pret-a-porter.

Los dueños de los que hablo son estos. Son los que denigran a todo aquel al que no le gustan los perros. Los que no dudan en afirmar la superioridad moral de los perros por encima de las personas obviando esos infantes triturados entre sus fauces hasta la muerte mientras jugaban en el parque, y otras barbaridades por el estilo. Son esos que olvidan que es un animal con todo el misterio que ello implica. Ay, si nunca había mordido a nadie antes (sí señor, es culpa suya). Tranquilo, que no hace nada (tras haber hecho algo). Si solo estaba jugando (llantos). Son esos que hablan por el perro. Saben lo que quiere el perro. Son pitonisos, adiestradores, psicólogos perrunos y zoólogos a media jornada. Pobre de los perros urbanos sometidos a los vaivenes caprichosos de esos dueños de moral de saldo. Son víctimas entre oropeles.

No me puedo tragar la falacia de que el animalillo está en su apartamento por voluntad propia. Tal vez usted lo vea como otro miembro de la familia, pero ¿acaso le queda otra alternativa? Desengáñese. Apague la tele y piense un ratito. Olvide la hipocresía por un minuto. Admita que es usted un esclavista de perros y aprenda a vivir con ello, pero no busque teorías peregrinas. Piense un poco en los demás, incluido el perro. Quizás usted no lo secuestró, ni colaboró en su gestación, es más, quizás el animal no tenga otra salida mejor tras el desaguisado que supuso su puesta en el mercado que vivir con alguien con un corazón como el suyo. Quizás Sultán o Fifí tengan una existencia regalada lejos de sufrimientos a la intemperie y la amenaza de la perrera. Pero eso no exime a los dueños de pedigrí de ser una pieza clave en la maquiavélica industria canina. Piénselo y no me ladre.

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