Acción ejecutiva por la que un activo público cuyo funcionamiento deja mucho que desear pasa a manos privadas con el fin de mejorar el servicio que se da al público, aminorar su impacto en las arcas públicas y adaptar estructuras corporativas obsoletas para dar acceso al ente corporativo privado a cotos de explotación vedados anteriormente.

Generalmente, las privatizaciones suceden porque los gobernantes y funcionarios públicos se percatan de que una parte de la administración pública no está cumpliendo con su función de dar servicio al público. Tras un sesudo análisis de las causas de esta frustrante situación, las autoridades tratan de corregir deficiencias en su función. En muchas ocasiones con éxito. Y solamente en las circunstancias más desesperantes acuden a la privatización.

Únicamente lo hacen tras toparse con pozos ciegos en los que se ven totalmente incapaces de iluminar lo que habitualmente son años de dilapidaciones del erario común y de prestar servicios muy por debajo de lo que se merecen los ciudadanos, esos que tan generosamente han otorgado los fondos y la confianza que han mantenido la maquinaria funcionando durante años. Es por eso que, apesadumbrados y demolidos, siendo conscientes de que no han estado a la altura de las expectativas ciudadanas y de que una privatización sabe a una derrota de todos, los funcionarios y gobernantes sólo recurren a los hermanos del sector privado cuando el bien de todos prima por encima del orgullo administrativo.

Mas, sin ceder a la desesperanza total a la que otros menos bravos se entregarían, en un último gesto de integridad, amor por el trabajo bien hecho y la voluntad de hacer del suyo el mejor país posible, el corpus de representantes legislativos a los que el diligente y preocupado pueblo delegó su voluntad, realizan un último acto de entrega al servicio público y crean una transición de lo público a lo privado inmaculadamente precisa. Equitativa. Ajena a la corrupción. Transparente. Digna de encomio.

Lógicamente, el dinamismo y la sagacidad del sector privado rápidamente saben hacerse con el timón de la nave naufragante y ennortar su rumbo. El equipo privado, totalmente renovado y libre del paso pausado del dinosaurio público, y que no obedece más que a la eficiencia y al rendimiento, es decir, al servicio al cliente, sabe hacerse con el favor del público casi al instante.

La carga económica al usuario se hace más leve, las facturas bajan, los impuestos que antes se asignaban al miembro engangrenado y sabiamente extirpado sirven ahora para mejorar la posición financiera del Estado e incluso mejorar otras partes de la administración que vivían en constante carestía. El usuario nota una mejora del servicio inmediata. Las listas de espera se agilizan, los apagones se reducen, las averías dejan de existir, la vida, sí, la vida, se hace más llevadera.

El cliente siempre tiene la razón, dice una máxima del sentido común comercial. Es por ello que el cliente de los sectores privatizados exuda felicidad y satisfacción y no dudará en solicitar y recurrir a tan necesario recurso siempre que sea por el bien de todos o no quede más remedio. Sea quien sea el cliente y sean quienes sean todos.

O no.

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