La noticia de la reapertura del Gengis me había llenado de gozo. Caminando hacia el bar con el Guaja iba en alas del reencuentro con la vida. Ya sabe de qué hablo. Unos novios de besos estrenados no se sienten tan livianos como este pieza ese día. A unos cincuenta metros del umbral me dio un respingo cuando, nítidamente, oí la voz del loro Gengis diciendo «cocinazi, cocinanzi, grraaaa, cocinazi.» Carajo, no había oído la palabra cocinazi desde que el bar había echado el cerrojo no más el virus se hizo impertinente.

La primera vez que escuché la palabra cocinazi fue una tarde de generoso murmullo corrillero en el Gengis hace ya bastantes años. El Catalán, el Guaja y un servidor nos encontrábamos escuchando embelesados una cátedra de Juan Luis el Informático sobre ordenadores, cerebritos, teléfonos móviles, redes sociales, vídeos y otras tantas pijotadas modernas. El chaval le pone pasión, pero el público no suele estar a la altura. Nunca le interrumpimos y asentimos en casi todo lo que dice porque es el único que sabe arreglar o poner a funcionar móviles, televisiones, portátiles y hasta transistores de antena telescópica.

A cambio escuchamos con atención sus diatribas, no se lleve a engaño, habitualmente con placer. El tío se atraganta con la flor y nata de las empresas tecnológicas americanas. A muchos de la concurrencia esos tipejos también nos producen sarpullidos, ronchas y diarreas, pero sólo por defecto profesional. Somos de los que probamos todos los platos de los bufetes libres, pero Juan Luis es de los que se lleva el bocata de casa porque ha sido cocinero antes que informático.

Pues bien, esa tarde, Juan Luis estaba en el proceso de enseñarnos a reenviar artículos en WhatsApp y a ponerlos en Facebook. Así que cogió su teléfono móvil y abrió un enlace a un artículo que no sé quién le había enviado por WhatsApp para usarlo como ejemplo. Nos acorrillamos para ver mejor y tierra trágame. Namás leer el titular al Guaja los ojos se le hicieron platos y la comisura de los labios se le arqueó traviesamente. «Adolfo, mira lo que le han enviado al Informático … por qué la tortilla de patata de verdad debe ser jugosa y sin cebolla«. Adolfo agarró las antiparras, le birló el móvil al Informático, ajustó distancia y tras un par de minutos vociferó mientras nos guiñaba un ojo. «Paquiiii, mira esto, un cocinero de guante blanco dice que tu tortilla de patata es una castaña.» Hostias, Pedrín. Cómo le va la marcha al Adolfo.

Paqui sacó una mano de entre los canutillos de la cortina que separa su feudo de la trasbarra. Adolfo miró a Juan Luis el Informático, quien puso cara de no-hace-falta-que-lo-preguntes-hombre, y le alcanzó el móvil a Paqui. Tras unos exabruptos de gola, Paqui salió huracanada y tras un de-quien-es-el-móvil y consiguiente devolución, soltó: «El que ha escrito esto es un imbécil. No, es más que imbécil, es un nazi imbécil. Así te lo digo, Adolfo. Este tío es un nazi. Un nazi. No, es peor que un nazi, es un gilipollas.» Adolfo, vistiendo a la perfección la careta de dulce hipocresía marital, respondió fingidamente alterado, «Paqui, por favor. Que es un cocinero de renombre». Paqui miró al infinito, dio media vuelta y entró de nuevo en la cocina.

Juan Luis reenvió el artículo a quien tenía un teléfono móvil y se lo dejó leer en el suyo a los más listos.

Cuando el Catalán lo digirió dijo algo así como «en Catalunya hay grandes cocineros pero el seny …» mientras que El Picao arrimaba el ascua a su sardina con un «yo estoy contigo Paqui. En Alicante, con la paella, no veas la que nos dan. Deachavo. Mis padres, que tienen una mano maravillosa para los arroces, no han desperdiciado ni un minuto tratando de hacer olimpiadas. Vaya tontería. No hay cosa más subjetiva que el gusto. Tu tortilla de patatas es perfecta». «Gracias Picao. Pero hay mucho cocinero nazi y mucho gilipollas». Colando la cabeza entre las hileras de la cortina remató algo así cómo que ya estaba hasta el gorro de gente que te dice qué te tiene que gustar y qué no, gente que piensa que sus colores favoritos no son sólo sus favoritos, sino que son los mejores colores. Que son principio y fin de apetencias y desdenes. Que te dicen que los huevos fritos se tienen que cocinar con cuchara de plata, que las mejores patatas bravas del mundo se cocinan en un rincón de allí, que afirman rotundamente que la mejor paella se cocina allá, que la ensaladilla rusa de verdad sólo se hace en un pueblo en la serranía de Vayaustedasaberdonde, que el rabo de toro tiene que tener tal y bla bla cual y bla bla bla y la mejor del mundo, y el más, y el primer, y el … esos que a fin de cuentas vienen a decir que todo lo que ellos hacen es la única manera posible de hacer las cosas bien, que todo lo que ellos creen saber es la única y definitiva verdad sobre un montón de cosas más que dudosas, … que … que ….. y mientras, la concurrencia callaba y otorgaba por concordancia mayor. Sólo algún ocasional vítor de respaldo hacía coro.

A medida que Paqui se soltaba, en el aire había cada vez menos patatas, escalibadas, fumets, cocidos y guisos, y cada vez más estúpidos, inquisiciones, idiotas y sandeces, y nazis, muchos nazis. Tanto nazi y tanta cocina volaron por el bar que el loro Gengis, habiendo recopilado bastante información para lo que tramaba, estalló apoteósicamente con sendos «COCINAZI, COCINAZI» justo cuando Paqui, ya despachada con los apologetas del fogón universal, se volvía a la tortilla que tenía al fuego colofonando la arenga con un ¡corcho!, ¡que dejen a la gente comer en paz!

La historia da poco más de sí. Se nos ha quedado el apelativo para toda esa estirpe de individuos más amantes de la ortodoxia que de la tapa. Pero como buen pavloviano que soy, hoy no he podido evitar salivar cuando he escuchado el palabro en el pico del loro Gengis.

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