8. De cuestas y rebuznos

Octava

La madurez suele llegar con actos y pensamientos serenos más que en cambios de voz o alteraciones fisonómicas, eso lo sabemos todos. En este sentido solemos decir en la familia que la madurez, lo que se dice la madurez, jamás ha llegado a nuestra estirpe. Seguimos comportándonos de manera pueril y es un completo misterio cómo hemos podido avanzar hasta estos tiempos sin haber perecido de la forma más ridícula posible. Me temo que la falta del gen de la madurez la suple con creces la del gen de la suerte. Retomemos las experiencias del grupo que había seguido la costa africana del Mediterráneo en dirección más o menos occidental para ilustrar tal aseveración.

En su pausado y errático vagabundeo, mis antepasados tuvieron que sortear varios accidentes geográficos muy a su pesar. Porque si algo ha caracterizado transversalmente a toda la familia es nuestra aprensión atávica a las cuestas. Somos cuestafóbicos. No hay montañeros en la familia. Al menos no por placer, siempre por necesidad. Es por eso que cada vez que la tribu se encontraba el pie de una colina se detenía. Sopesaba lo empinado de la cuesta y si despertaba muchas miraditas a la cumbre con la mano en visera, los ojos achinados, la boca amuecada y muchos uuufff, pues se elegía rodearla, en ocasiones requiriendo varios años. Y sin embargo, como todos sabemos, hay veces que no te das cuenta de estar en una cuesta hasta que el resuello empieza a hacerse falto. Y eso fue lo que sucedió a la tribu partida hacia el oeste en su peregrinaje para vadear el Mediterráneo.

Tras meses de itineraje costero sin atisbo de de nada al otro lado del río, por fin habían comenzado a intuir a lo lejos lo que pensaban que era la otra orilla. A veces parecía que sí que había algo, otras pensaban que las visiones eran producto de efectos ópticos, alguno incluso gritó «los dioses intentan confundirnos» desatando el delirio humorístico colectivo, el sonrojo del que lo dijo, e incorporando la frase al acerbo de chascarrillos de la tribu pero, en definitiva, cundía la duda. Mas siguiendo la costa comenzaron a atisbar que la otra orilla era paulatinamente más visible y que comenzaba a cerrarse hacia el horizonte en el oeste en forma de una línea montañosa que con toda seguridad confluiría en una cuesta que les hacía correr helados cordeles de sudor por la espina dorsal.

Entre hipnotizados, meditabundos y atemorizados comenzaron a cundir las discusiones sobre qué hacer y qué no mientras seguían caminando, hasta que en un momento dado se dieron cuenta de que no podían seguir insultándose ni mandándose a paseo con la suficiente celeridad debido a la falta de aliento. Echando la vista atrás se percataron de que habían subido más de lo que a ninguno de ellos les hubiera gustado. Echando la vista adelante comprobaron que no querrían subir lo que les quedaba hasta la cima.

Comenzaron a debatir si bajar y tratar de rodear la montaña o buscar en la escasa orilla convertida ahora en acantilado una forma de vadear el río por abajo. Algunos comenzaron a sugerir la tradicional solución de turnarse llevándose a caballito unos a otros cuando de repente un rebuzno les sacó de su ensimismada batahola. En lontananza, descendiendo desde lo alto de la colina, una mancha gris envuelta en una columna de polvo terroso se aproximaba. A medida que se acercaba a la mancha y nube le comenzaron a crecer orejas puntiagudas y una protuberancia con forma humana que no cesaba de emitir arres por encima del retumbar de pezuñas moteadas con alaridos de acémilas. Ya de cerca pudieron observar que la protuberancia era una muchacha sentada sobre un asno. No. No éramos mentecatos entonces y tratamos de no serlo ahora. Nadie pensó en centauros ni bestias híbridas.

La moza detuvo la caballería de burros con un chasquido no se sabe bien si de lengua, de dientes, o una combinación de ambos y se lanzó a observar a la tribu desde su montura correspondida con recíproca perplejidad. Alguien de la tribu, utilizando la consigna universal de que hablando despacio cualquier idioma puede ser entendido, dijo:

—Nooo sabíaaaaaa queeeee looooooos poooooolliiiiiiiinooooos servíaaaaaaaaan paaaaaaa iiiiiiir eeeeeenciiiiiiiiimaaaaaa.
—Síiiiiiiii —respondió la muchacha, provocando que a los más vivos de la tribu se les iluminara el rostro.
—¿Pueeeeeeeeedeeeeeeeen subiiiiiiiiiir cueeeeeestaaaaaaaaas además de bajarrrrrrrrlaaaaas? —dijo Pepe, el más avezado de la tribu, y probablemente su líder si hubieran tenido y entendido el concepto de liderazgo. Pepe significa en el idioma tribuneño «el que no se calla ni durmiendo». A la pregunta de Pepe, la chica respondió con otro síiiiiiiiiiiiiiiiiiiii, provocando una inmediata reacción psicológica colectiva: adiós a la cuestafobia. Hola a la burrofilia.
—¿Nooooos preeeestaríiiiiiias loooos boooooorriiiiiicoooos paaaaaaaraaaaaa suuuuuuubiiiiiiiiir laaaaaaaa montaaaaaaañaaaaaa? —agregó Pepe aunque sus palabras fueron a caer en saco roto.

La muchacha, con boca abierta, había puesto sus ojos en Bernardino, un adonis de la tribu, y embelesada sus ojos viajaban de sus rizos negros, a sus ojos verdes, a sus dientes blancos, al hoyuelo de su barbilla, a su torso marmóreo, a sus bíceps musculados y así podríamos seguir descendiendo si mi idea fuera calentar al personal y no narrar mis memorias. Acorralado el escaso raciocino que le quedaba activo la chica no pudo sino soltar:

—Virgen Santa (pequeña licencia poética por mi parte), vaya espécimen que traéis con vosotros —mientras los ojos le hacían chiribitas.
—Hombre, si hablas muy bien el tribuneño —comentó Toñi, que significa «la que no se calla ni durmiendo», otra líder natural en una tribu sin liderazgo—. ¿Cómo lo has aprendido?
—Me lo enseñó mi padre que es de Tassili. Se llama Nemesio el Superviviente —respondió mecánica y absortamente con sus sentidos clavados en Bernardino.

La respuesta desató una tormenta mental en la tribu. Si los asnos no hubieran estado rebuznando, se podría haber oído el crepitar eléctrico de las sinapsis que se debatían en el interior de los cráneos de la tribu tratando de poner cara a Nemesio. Al cabo de un instante eterno Toñi agregó:

—Aaaaaaaaaaaaaaaaahhhh, tu padre debe ser Nemesio el Aperitivo. Pensamos que Aquilino El Caníbal había dado cuenta de él cuando no lo vimos por las cuevas. Me alegro que escapara. Dale recuerdos de nuestra parte y dile que estamos por aquí por si quiere volver con nosotros. Aquilino se quedó allá. Eramos más pero nos dividimos al llegar al río este de aquí. Hemos quedado con la otra mitad de la tribu en la otra orilla del río, así que cuando crucemos al otro lado vamos a esperarlos allí.

La muchacha, que había estado asintiendo sordamente con el exterior de la cabeza mientras que en su interior sonaba Je t’aime moin non plus hizo caso omiso de los comentarios para azuzar la reunión con un…

—Os cambio 40 burros por ese —babeó mientras apuntaba con el índice al mozo de reluciente y bronceada piel.
—¿Por Bernardino? ¿Pa qué lo quieres?
—Cosas nuestras … digo mías —y por dentro tarirorariiiiii oh oui, je t’aime moi non plus
—¿Tú que dices Bernardino? —inquirió Toñi al mozo.
—Yo no voy a ningún lado sin Ceferino. Es la única familia que me queda.

Y tal y cómo si la vida hubiera apretado en ese instante el botón de fotocopiar, una perfecta reproducción del guayabo fue deslizándose desde atrás para dar lugar a Ceferino, el hermano gemelo de Bernardino.

—SESENTA, SETENTA, no, OCHENTA burras. No las tengo aquí, voy a por ellas— dijo la muchacha visiblemente alterada mientras en su mente sonaba ahora en estéreo je vais et je viens entre tes reins et je me retiens.
—Taaaaate quieta niña —cortó Toñi—. Es totalmente indecente e inmoral. Es una vergüenza lo que propones. No podemos abusar de ti de este modo. Danos 20 asnos y enséñanos a manejarlos y trato hecho.

Y así se hizo. Prestamente y llevada por urgencias en las que no es decoroso ahondar, la muchacha explicó los pormenores de la monta, cría y cuidado del asno africano en unas horas. Y mientras la tribu, luchando por asimilar el curso intensivo de burrería, se preparaba para acometer la última parte de la ascensión, se despidieron de Bernardino y Ceferino, los cuales felizmente se integraron en la familia de Nemesio creando de este modo un ramal de la tribu que todavía cuenta con alguna que otra vástaga de rizos negros, ojos verdes y una especial inclinación por la chanson francaise sensual.

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