Un buen número de las críticas, no parcas en fundamento, todo sea dicho, que recibía el Panteón por parte de su Círculo de Fieles, abundaban en la inexistencia de una galería, ala o anejo que aglutinara todos los premios, condecoraciones y distinciones que se encuentran esparcidas sin espíritu rector alguno a la rosa de su arquitectura. Las pleitesías se pueden hallar incrustadas en rincones o altares adscritos a sus disciplinas máter, o poseen tal entidad que gozan de un inhabitáculo para ellas mismas, aunque incluso podamos inesperadamente toparnos con algunas en las más sorprendentes perchas porque, digámoslo sin rubor, hay premios que no encajan en ningún lado.

Nacen los galardones entre bellas palabras y elevadas intenciones. Aseguran ansiar pretender laurear al merecedor como destino, aunque en no pocas ocasiones acaben a merced de la dominatriz de turno. El oro del trofeo se torna pronto oropel, el premiado, prisionero del premio y el premiar, el fin que justifica el premio.

Obviamente la vera naturaleza del concepto de premio porta en el vientre la simiente del agravio a los injustamente premiados y no premiados y el profesionalismo galardonero. La envidia y la soberbia siempre invitadas a los premios.

Sancionando y beatificando a sus beneficiados, sus organizadores imponen ortodoxia, domesticación e inquisición en la otrora bella jungla de la espontaneidad y se engalanan ellos más con los condecorados que lo que el espejo parece mostrar. Son capaces de instilar la hiel de la competición en las más variadas entrañas del arte, la ciencia o la mercadería. Convierten el pa’ gusto los colores en un pa’ gusto el mío. Nacen deslustrados y de ello la reclama de panteón propio dentro del Panteón.

El Patronato del Panteón llevaba décadas debatiendo la idea de la migración de las instalaciones que contienen premios a unas nuevas estancias que debieran ser añadidas de algún modo al inmenso y ya excesivamente intrincado complejo que es el Panteón. Existían claros candidatos para el traslado, aunque siendo visitas clásicas del corpus de la institución, la reticencia por parte del Patronato era incómoda. Los Juegos Olímpicos, el Mundial de Fútbol, Eurovisión son algunas de las instalaciones más visitadas y era difícil justificar su reunión bajo la bandera de las medallitas y copas.

Los Nobel de la Paz cuentan con un blasón no más la mera entrada del Panteón, a pesar de que un significativo plantel de sus víctores halle reposo en lares menos lucidos, paradójicamente habiendo obtenido su lugar en el pabellón gracias a la chapita sueca. Probablemente, la ignominia de su hechura y el bochorno de sus nombrados justificaba más que otros la creación del reclamado anejo aglutinador. Aunque había batalla por dilucidar, entre otros elementos, si la extensión encumbraría a los Nobel en su totalidad o simplemente sacaría a relucir sus lamparones.

De manera similar, los Oscars y otros tantos festivales cinematográficos que combinan sueños y pesadillas al alimón, eran claros candidatos a su traslado. Pero los Oscars… Ay, los Oscars. Forest Gump con Lo que el viento se llevó. Rocky con El Padrino. No pretendo extraer conclusiones sociológicas ni hurgar en la pus de las conspiraciones, pero, ¿a qué carajo puede uno atenerse cuando el pasamar y el calamar, como en otros tantos premios, van en el mismo plato? Definitivamente uno no puede considerar los Oscars como garantía de que la película le vaya a gustar. Uno no puede asegurar a ciencia cierta que el Premio Nobel de la Paz no vaya a recaer en un dignatario de manos carmesíes. Entonces, ¿poner sólo los desaciertos y culpar al jurado, o poner cara de populacho de El Triunfo de Baco y seguir libando al amor del festivalacho y el pues ya que estamos o el a que no hay cojones? En el caso de los Oscars, el Patronato, en sus meditaciones, dejó constancia de su preferencia de que las películas malas se mantuvieran limitadas a la Galería de las Penumbras Mortecinas y se ha mandado construir un megalito estatuado en deshonor a los Oscars y otro festivales cinematográficos que mayestáticamente presidirá la estancia.

Hay premios literarios que se encuentran a medio camino entre esos medallones comprados en la feria del comercio de Bruselas que adornan los lomos de botellas de aguas minerales de altas miras, y el prestigio mercachifleado a autores vencidos y necesitados de mole y molicie. Pero, de nuevo, en mesas que parean pasamar y calamar, el Patronato sólo encontraba enjundia como para levantar un monumento que presidiera el deslustre literario en su propia sala del libro horrendo. Y de esta magreada guisa que muestro, el patronato se perdía sesión tras sesión sin concluir qué debería ser reubicado y qué mantenido, y cómo debiera ser la extensión y dónde colocarla, por lo que, a falta de decisión, tomó el órgano rector la salomónica de crear sus propios premios. Pero no cualquiera premios. El Patronato decidió crear los Premios del Patronato del Panteón a los Peores Premios (PPPPP o P5).

No me niegue usted que la decisión no es magistral. Un verdadero monumento panteónico al premio. Un premio al premio. Unos premios que ajustician a los premios. Con sus patrocinadores envidiosos de no haber recibido determinado ósculo el año anterior tratando de presionar a un jurado formado por enojados excluidos de otros jurados de otros trofeos. Con su alfombra roja y su fotocol paseada y posado por vindicativos perdedores en otros medalleros con ganas de echarse unas risas. Con sus discursos lacerantes limitados a un minuto y parlados por anodinos presentadores. Sin espectáculo, boato ni perla. De brevísima ceremonia pero de fiestón antológico que nadie quiere perderse pero nadie parece recordar con claridad a la mañana siguiente. Con premios de montantes irrisorios y diplomas irritantes. Con sus categorías… Al más injusto. Al más casposo. Al más interesado políticamente. Al más interesado económicamente. Al más baboso, A la peor ceremonia de entrega, Al más desubicado, Al peor jurado, Al más … Unos premios justos.

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