La penúltima escena de El Verdugo de Berlanga es sobrecogedora. Me refiero a la escena del clip que puede ver abajo.

Incluso de manera aislada, esta escena es colosal. Un verdugo que es víctima. Una víctima más entera que su verdugo. Un séquito de compasión cambiante. Una situación hedionda donde la condición humana espanta. Pero más allá de la escena, El Verdugo es un film total. El matarife retirado que genialmente encarna Pepe Isbert se engrana inevitablemente con el Queridísimos verdugos del gran Basilio Martín Patino. La crudeza banal del verdugo experimentado también nos lleva a esas cosas que se cuentan de los campos de exterminio, de los torturaderos, de guardias, de agentes especiales, grilletes, trabajos forzados, inquisidores, herramientas, chimeneas, sótanos, de psicópatas, de gente corriente. Que cualquiera, en dadas condiciones, se mancha las manos de sangre. Que las manchas de sangre no saltan bien. Que se aprende a vivir con ellas y a echar la culpa o la responsabilidad a otro o a un sistema sin rostro, o a mirarse desde afuera, como el espectador de la película de la vida de uno mismo. Y todo eso es El Verdugo de Berlanga. Todo eso y más.

Porque no basta con asirse a la congoja de Nino Manfredi camino del patíbulo. Hay que pensar en Emma Penella, y el pisito, y el bebé, y el abuelo del bebé. En el trabajo de enterrador. En la boda por la puerta de atrás. En el erial en blanco y negro del patio patrio de descampados y barrios dormitorio del 63, que se hace más blanco y más negro y más sórdido si se contempla en el reflejo del catálogo de vidas y mundos a todo color que escupía la cartelera en ese mismo 63. Un mundo en yeyé en yate, como se despide la película. Marisol, Rocío Dúrcal, Ann Margret, Elvis Presley. Hay que pensar también en la Guardia Civil cuan Caronte surcando las aguas de las cuevas del Drac en busca del alma del verdugo en capilla. En el tío cagando en el descampado. En el pícnic de pantano. De la mezquindad perversa de las pequeñas cosas: la música, las horas de baño, el está usted mirando a mi mujer, Corcuera, el colchón, Alekhine, el código penal, la cuñada, berzas, de las turistas, de Alemania, … es tan inmensa.

El Verdugo de Berlanga es inconmensurable por todo lo que dice de la humanidad. De una humanidad muy española y muy de una época, pero probablemente no tan lejos de algunos mecanismos truculentos y universales que se retuercen en mentes de circunstancias transversales y que nos pueden transportar al horror más vomitivo desde la ingenuidad más inmaculada.

Berlanga es astuto. En El Verdugo nunca cae en la crítica abierta ni en la parabólica narrativa de Bienvenido Mr. Marshall. Berlanga deja que una ficción muy real hable por sí sola. Sin palabras. Sólo en el ojo del que la observa. Y es casi imposible mirar esa España de frente y no caer en la crítica. Una mirada que podría ser aplicable a cualquier época y sociedad, me temo. Sólo se necesita a alguien que sepa mirar como Berlanga. Pero es que Berlanga era muy ladino.

Todos los que han vivido esa España del pre-desarrollismo podrán reconocer alguna que otra situación sobre las que la película pasa de puntillas, como sucede en Plácido también. Pero El Verdugo es más descriptiva y no cede a la indulgencia del aún más difícil todavía de Plácido. Deja que disfrutes del patetismo, la parquedad, la miseria, la necesidad de unos personajes que viven el minuto porque el mañana parece no llegar nunca, aunque no dejen de hacer todo pensando en un mejor futuro. Algo Lazarillos, algo Buscones, son la España pícara a la que le parten los dientes con un cántaro de realidad. Espejo de esa España, El Verdugo sólo puede ser una tragicomedia. No existe únicamente el horror en la vida de El Verdugo. La risa, el ridículo, la oportunidad, la felicidad, el patetismo sobre todo, dominan la película. Nadie se toma nada en serio. O se lo toman todo demasiado en serio. Nadie excepto Manfredi, el exagerado, el que traga saliva o se seca el sudor frío, el único al que no le convence nada.

En ese tono liviano transcurre la película con excepción de la catedral fílmica de la ejecución. Y en tono ligero se diluye también El Verdugo. La crítica sumarísima la aporta quien observa. Contento o amargao. Nadie partidario de la pena de muerte podrá encontrar argumentos en su contra en El Verdugo. Ni siquiera José Luis. Él sólo piensa que es incapaz de matar una mosca, no que matar una mosca sea malo. Nunca debate ni rebate el sistema. Pero los resultados del sistema y la sociedad en la que se desarrolla, sean cuales sean ese sistema y el ADN de esa sociedad que lo pare y lo disfruta, no se pueden ocultar. El que halla algo vergonzante en El Verdugo es porque es consciente de lo que se esconde debajo de la alfombra. Cuenta El Correo que Franco, tras un pase privado, dijo: «Ya sé que Berlanga no es un comunista; es algo peor, es un mal español». Sí, El Verdugo es demoledora.

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Cosas de Viejo
De vocación sus labores, este viejo podría haber hecho algo de provecho si no hubiera sido él mismo. Podría haber sido el peor de los periodistas si no se lo hubiera propuesto. Podría haber sido un gran hombre de ciencia si la inteligencia, el talento, la tenacidad y una mente despierta le hubieran acompañado. Podría haber sido un artista si hubiera gozado de la impostura. Es por eso que es arduo poner notas biográficas de quien apenas ha vivido.

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