Dícese de aquella persona que causa un mal a otra persona o grupo de personas con un buen número de adjetivos calificativos asociados a tal acción.

Los delincuentes, denostados por la sociedad, no encuentran paz ni sosiego a lo largo de sus vidas, tanto si son atrapados como si no lo son. Los hay que van rumiando sus males por los rincones, suelen caminar encorvados y reír con estentóreas voces cuando sus planes se cumplen o cuando ven sufrir al prójimo. Suelen tener las uñas y el rostro ennegrecidos, fuman tabacos baratos y beben aguardientes de imitación con delectación vergonzosa. Se juntan en lúgubres tascas donde traman complotes tenebrosos que tratan de socavar los sólidos fundamentos de la fe, la buena fe y el espíritu cándido y bondadoso de la sociedad. Víctimas de sus pútridas pulsiones cometen crímenes terribles sin el menor de los miramientos.

Mas también hay altivos halcones posados en altas torres desde las que otean calles, barrios y ciudades como quien anhela hacerse con la casilla del Paseo del Prado en el Monopoly. Traman descalabros inmobiliarios con los que transformar lo que nadie les ha pedido transformar, siempre a la imagen y semejanza de su alma. Y con sobrecogedora familiaridad lo consiguen. Más allá del ladrillo, estos tiburones de tierra adentro quieren parecerse a Michael Douglas o a Marlon Brando. Muchas veces a ambos. Estos se juntan en clubes exclusivos bebiendo oro líquido mientras comparten secretos, planes y anhelos envenenados. En la mayor parte de las ocasiones establecen relaciones con una fecha de caducidad marcada a fuego en sus mentes conspiratorias.

Entre ambos extremos se extiende toda una panoplia de jaques de mayor o menor envergadura, alcance, montante y peligrosidad. Del sicario al chorizo tironero, de los aluniceros a los violadores, de los chulos a los maltratadores, de los narcos a los desfalcadores, de los timaviejos a los hackers, de los asesinos a los ladrones, de los manguis de cajero a los defraudadores de la seguridad social, de los que pagan en negro a los que no pagan.

Y sin embargo, gracias al imperio de la ley y a la impoluta actuación de gobernantes y funcionarios públicos todos, todos ellos, son perseguidos con igual tenacidad por las correspondientes instituciones e implacablemente tratados sin que las diferencias de clase, pecunio o influencias personales les sirva de mucho cuando se enfrentan a la justicia.

O a lo mejor no.

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