Achacoso y oxidado como pocos, Don Aurelio todavía se obstina en seguir dando guerra y lecciones que nunca podremos aprender. Fue maestro de escuela de los de antes. Terciaba matemáticas con lenguaje, dibujo, naturales y lo que se le pusiera por delante sin inmutarse, admitiendo no tener todas las respuestas pero volviendo con ellas tarde o temprano.

Si se le observa sentado en la Cerve, el profesor jubilado podría pasar por un viejito entrañable y despistado de antiparras nubladas sumido en sus propios olvidos al remojo de su riojita. Nada de eso. Don Aurelio se las sabe todas. Es el director de orquesta del Gengis. Mientras muchos nos ufanamos por comprender o hacer comprender la realidad mediante la discusión, Don Aurelio, desde detrás de su riojita y sus gafas, escucha, sonríe, asiente o desaprueba. Y disfruta el muy mamón. Disfruta como nadie.

Quien tuvo retuvo. Así que yo creo que Don Aurelio ve la Cerve como un aula más y nosotros como su última camada a la que adoctrinar. Y al modo de esos maestros antiguos, también tiene un algo de doctor y una miajita de director de coro. Así que si la jornada está espesa, no duda en bombear una pregunta. Una inocente pregunta. Siempre dirigida a alguien neutro. Una preguntita que lleva marcado a fuego el 666 en el signo de interrogación. «Adolfo, ¿es verdad eso que han dicho en la tele de que…?» Os digo que el tío es un veneno, pero qué arte tiene el jodido. Deja pasar diez minutos tras una de sus preguntas y comprueba en tus carnes la definición de lo que es un verdadero debate encendido.

Pero si el día está animado y la concurrencia cree estar emulando a la legendaria Academia con un vibrante intercambio dialéctico propio de Platón y Sócrates o de Faemino y Cansado, el celebro de Don Aurelio se pone a borbotear hasta que el silbato de la olla exprés se vuelve loco. Puedes vérselo en los ojos. Cada vez que alguien expone sus ideas y Don Aurelio está presente, me es difícil no volver la mirada para ver sus reacciones. Mientras es ojos, oídos y neuronas no hay nada que temer. Pero como diga «Adolfo ¿qué se debe?» no hay que perderle de vista porque va a soltar la saeta.

Tiene variados recursos y, aunque su modus operandi está requetestudiado, también hay lugar para la improvisación. Unas veces puede hacer el comentario en voz bajita a la oreja más cercana. Lo suficiente para que nadie oiga lo que decía pero todos sepan que decía algo… y siempre hay alguien que pica adrede. «¿Qué decía usted Don Aurelio?» Otras veces dice «No me miréis que yo no digo nada, el que tiene mucho que decir es ese de ahí». Otras veces suelta algo como «mejor poneros a hablar de fútbol». Esa es buena. Hubo una ocasión que no dijo nada y salió del bar, para un instante después asomar la cabeza y decir «que conste que sois todos unos gilipollas». El Pepe literalmente se cayó al suelo de la risa.

Y a pesar del exabrupto, hay que decir que otra perla que le engalana es la de nunca tener mala baba sobre nada ni nadie. Más de una vez ha dicho que no le gustan nada los sarcasmos gratuitos, las frivolidades por bandera ni el cinismo imberbe. En cambio disfruta del humor de la doble vuelta, la compasión ante la evidencia y el asombro ante la ignorancia.

Pero a mí cuando más me gusta es cuando le entra la melancolía docente y encadena un discurso de formas concertadas y fondos desconcertantes, aunque a todas luces censurables. Si no existiera Don Aurelio, habría que inventarlo.

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